24 de septiembre de 2013

José Watanabe: Tilsa, la pintora bendita

Tilsa Tsuchiya

TILSA, LA PINTORA BENDITA

Hace varios años tocaron mi puerta para devolverme unos libros con los que yo siempre había sido avaro. Me los enviaba Tilsa Tsuchiya. Eran colecciones de haikus, aquellos breves poemas japoneses que constituyen un ejercicio de humildad ante la naturaleza. Tilsa sabía que un haiku, uno solo, puede ensimismarnos varias horas. Por eso los tuvo siempre sobre su velador, para sus interminables días de paciente. Empecé a hojear los libros devueltos y extrañados: de uno de ellos sobresalía una nota fijada con una cinta engomada para que ningún descuido pudiera trasladarla a otro lugar. La nota traía un agradecimiento cumplidor, prescindible entre amigos, el verdadero mensaje que Tilsa se había asegurado que yo leyera, estaba en el poema de esa precisa página:
He visto muchas veces la luna
y tengo su bendición.
Ya puedo irme ahora.
Una semana después, bendecida por la luna del poeta Chiyo, se fue.

Conocí a esta amiga de tan elegante y delicada despedida en 1968. Ese año expuso en el Instituto de Arte Contemporáneo, que se había mudado de Ocoña a una casona de la calle Belén. Visité la exposición con mi amigo Lorenzo Osores, con quien solía practicar en las galerías el sarcasmo y la petulancia, gozo de juventud que no pudimos ejercer frente a los cuadros de Tilsa. Suspendidos de golpe nuestros humos, decidimos hacer una audacia que el espíritu de esos años nos permitía: ir de inmediato a conocer a la pintora. Todos estábamos para todos y el presente era perpetuo.

Tilsa vivía en una segunda planta de la calle Portugal, en el envejecido distrito de Breña. En el primer piso, la farmacia Floral, de su hermana Olga, recuperaba el nombre que había pertenecido a toda la calle, cuando ésta exhibía casas con puertas de entrepaños labrados y escaleras de mármol. El departamento tenía una angosta habitación contigua a la sala cuya función original era un misterio. Parecía un pasaje ciego con ventana a la calle adyacente. Allí vimos por primera vez a la pintora, en ese pequeño espacio ascendido a la categoría de atelier desde que ella había regresado de Europa dos años antes.

El mito del pájaro y las piedras

Tilsa tenía la gracia del cuerpo menudo. Su familia la llamaba "La Chola", lo cual sonaba gracioso en una casa donde todos eran de facciones japonesas. Algunos días delineaba sus ojos y prolongaba los rabillos hacia arriba para acentuar aún más sus rasgos orientales. Se dice que los artistas no se parecen a sus obras, y ciertamente ella estaba lejos de la solemnidad de sus personajes. De una picardía disfrazada de inocencia, no zahería, pero esperaba que lo hiciéramos nosotros para convertirse en nuestra cómplice más entusiasta. Pasaba casi todo el día frente al caballete, dando sus hoy famosas pinceladas breves y exactas, mientras el cenicero se llenaba de colillas de gauloises. Con frecuencia el cuadro dejaba el caballete para ir a recostarse en el respaldo del sofá de la sala, donde Tilsa podía contemplarlo con la distancia que no le permitía su reducido atelier. 

De la rutina doméstica, y aun del cuidado de su hijo Gilles, un niño de cuatro años, se encargaba su hermana menor, Olga, aquella mujer discreta y bondadosa a quien todos agradecíamos en secreto su infinito apoyo a la pintora.

Los cuadros que habíamos visto y ponderado en el Instituto de Arte Contemporáneo habían salido de ese pequeño taller. Entonces el mundo de Tilsa todavía era plano, los personajes se recortaban sobre fondos difuminados, muchas veces presididos por soles restallantes o brumosos. Los personajes entraban desde fuera del cuadro, como si todavía no quisieran posesionarse del espacio central que les correspondía. El arte poética de esos años, por sus formas y su cromatismo, tal vez lo constituya el lienzo "Aro negro", donde un personaje casi pez y una forma humana a punto de esfumarse, lloran largas lágrimas como espadas. El lienzo fue pintado en memoria de su amigo de infancia Juan Pablo Chang, muerto en Bolivia, en 1967, junto al Ché Guevara.

Cierto día, mientras pintaba y yo leía algo, dijo una frase desconcertante: 

-Creo que hace tiempo mis figuras quieren ser de carne. Era el comienzo de la década del 70. 

Pero desde hacía un tiempo atrás sus personajes ya no eran planos. Habían empezado a ganar corporeidad, volumen, y al mismo tiempo habían ido confirmando su pertenencia a un mundo de movimientos lentos, de reposos estatuarios. "Quieren ser de carne", dijo, y en un comienzo la carne fue leve, casi una sustancia aérea, hasta convertirse años después en voluptuosa como el cuerpo de aquella mujer que vuela elevada sobre una gran ave. 


Por esos años, Tilsa enfrentaba el cuadro como el fragmento de un gran territorio que empezaba a poblar de seres extraordinarios, no tanto por sus formas, sino por la potencia vital que llevaban en su interior. Pensaba que si era capaz de imaginar un universo donde cada elemento expresara una plenitud, ese universo era posible. Había en ella una antigua nostalgia del futuro. Un día encontró al pie de su puerta un folleto deslizado por los incansables evangélicos. Traía una cita de uno de los más severos profetas bíblicos, Isaías, pero esta vez su voz no era recriminadora, decía una promesa: "el lobo habitará con el cordero, y el leopardo se acostará junto al cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará". Tilsa leyó la cita asintiendo con la cabeza como si descubriera una clave sencilla para explicar algo muy complejo.

-Un mundo así -me dijo alargándome el folleto.

Yo hice una broma acerca de la ilustración, hecha con gran devoción kitsch.

-Un mundo así -repitió ella- pero mejor dibujado.


Fragmento del prólogo escrito por el poeta José Watanabe para el libro-catálogo de la muestra organizada por el Patronato Telefónica el año 2000

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