11 de septiembre de 2013

Ciro Alegría: Recuerdos de Luis Valle Goicochea

El célebre narrador comparte algunos episodios de la vida del autor de Las canciones de Rinono y Papagil. Entre otras cosas, cuenta cómo se hicieron amigos, sus andanzas y peripecias en Trujillo, su distanciamiento (uno se fue a vivir a Lima, el otro emigraría tiempo después) y la tristeza, siempre la tristeza de Vallecito.
Luis Valle Goicochea
Recuerdos de Luis Valle Goicochea

Los primeros pasos de Luis Valle Goicochea 

Luis Valle Goicochea, es otro de los que ya no están. He podido encontrarlo, pues teníamos la misma edad. No teníamos la misma resistencia para soportar la muerte de los sueños. A Valle Goicochea, según me han contado, lo tronchó la vida. 

Creo recordar que el fino poeta lírico había nacido en la tan remota como pequeña ciudad de Tayabamba. Sí, recuerdo exactamente que era de la provincia de Pataz. Esas ariscas tierras quedan al otro lado del río Marañón. Yo nací en este lado, en una hacienda de la provincia de Huamachuco. Los mismos paisajes y la misma emoción del río dorado de tradiciones y leyendas dieron tónica a nuestra infancia. Pero conocí personalmente a Valle Goicochea en Trujillo. Esta ciudad era y es, aunque ahora ya no tanto por las facilidades existentes para llegar a Lima, un centro general de estudios que recluta alumnos procedentes de numerosas provincias del norte. 

Varios muchachos del Colegio de San Juan de Trujillo sacamos un periodiquito llamado Tribuna Sanjuanista, plagado de versos, espíritu beligerante, ganas de reformar el mundo y alegre humorismo. Los del Colegio Seminario, por esos años grande rival de San Juan, no tardaron en publicar Lumen. Era una suerte de revista atildada, seriecita. Entre los redactores hallábase Valle, que estudiaba para cura. 

El pintor Gonzalo Meza Cuadra, profesor de dibujo en San Juan, tenía su estudio abierto al parloteo de sus discípulos, varios de los cuales nos reuníamos allí para hablar de artes y letras. El «señor Meza», como le decíamos, era un espíritu bondadoso. Una tarde cayó por el estudio su hermano, que era cura, llevando al costado a Valle, que deseaba ver los cuadros. El poeta andaría en torno a los dieciocho años y era extraordinariamente flaco, a tal punto que parecía enfundado en la pulcra sotana. Ceñíase a la cintura una faja de tela azul, cuyos extremos colgaban a un lado. Este era su distintivo de seminarista. La cara de rasgos finos y color blanco pálido, tenía una expresión de melancolía que se acentuaba en los ojos. Esa tarde hallábase también en el estudio mi compañero de clase y grande amigo Carlos César Godoy, poeta muy alabado entonces y quien dejó de escribir con los años. Godoy y yo, fuera de poetas y embrionarios periodistas, éramos un buen par de mataperros, con ampliamente ganada fama de tales en el colegio. Nos pusimos a conversar con Valle y de entrada, tratamos de tomarle el pelo al curita. No tardó en ganarnos el limpio candor, la abierta nobleza, la auténtica buena fe con que Valle Goicochea hablaba. Godoy y yo podíamos reírnos de todo, menos de la bondad. Nos hicimos amigos. La conversación versó acerca de poesía en particular y letras en total, fuera de contener informes acerca de nuestros lares nativos, actividades y familias, esas «generales de ley» corrientes entre quienes acaban de conocerse y más si son muchachos. Al despedirse, Valle nos pidió con evidente interés que fuéramos a visitarlo en su casa. Estaba interno y le permitían salir los sábados.

Nos había caído bien y fuimos a verlo varias veces. Por aquellos tiempos, que eran los del año 1928, Valle Goicochea mostraba mucho apego a la preceptiva, aunque notábase que le hacía doler. Era como si se aplicara a sí mismo la regla de que «la letra con sangre, entra». Resultaba un condenado a galeras de metro y rima. Su vocación literaria era profunda y pronto entró en conflicto con su vocación religiosa, no menos enraizada. Nos preguntó una vez si podía suceder que la vida religiosa trabara su desarrollo literario. A Godoy y a mí nos pareció que tal podía suceder y, desde aquella vez, dimos en alentarlo para que dejara los hábitos. El debate que se estableció en su alma duró largos meses. Llegadas las vacaciones de diciembre, Valle hizo un viaje a Pataz.

Desde allá me escribió una carta que decía jubilosamente: «Ya me he decidido. Llegaré sin sotana». Y más ampliamente, hacía votos de dedicación literaria. Es lo que luego ocurrió. Tuvo suerte, además. Había interrumpido su carrera, no tenía forma de ganarse la vida y le molestaba gravitar sobre su familia. Tal situación duró muy poco. Prodújose una vacante en el diario La Industria, por viaje del redactor respectivo a Lima, y Valle pudo ocuparla de inmediato. Corría ya el año 29. Para ese tiempo, yo desempeñaba también un cargo de redactor en el diario El Norte. Vi entonces cómo Luis Valle Goicochea se incorporó a la bohemia periodística, constituida en Trujillo por gentes de muchos sueños, abundante buen humor y poca plata. Casi ninguno de los periodistas trujillanos lo era de manera exacta. Todos tenían vocaciones artísticas o gravemente intelectivas. Había poetas, cuentistas, ensayistas, filósofos, presuntos novelistas; había, sobre todo, un excelente espíritu de camaradería. Este era aumentado por amigos, de esos que llegan a las redacciones interesados por el periodismo o las letras, y acrecientan el corro gremial.

Recuerdo que, apenas entrado al oficio, llevamos a Valle Goicochea a un circo. Nunca había visto tal espectáculo y disfrutó del mismo como un niño. Convirtióse también Valle en un habitué del cine, e igualmente de las variedades o el teatro, cuando los había. Llegó cierta vez una cantante muy bonita y de agradable voz, que hacíase llamar la Chilenita. Valle paso de la admiración al amor platónico, porque la Chilenita tenía marido. Nos reunió a varios periodistas a una comida en honor de su Dulcinea de veras bella, en un restorán llamado Los Ñorbos. Los postres fueron acentuadamente líricos. El poeta leyó unos versos. No terminó allí. Con exaltado entusiamo, pidió champán. Quedó endeudado por valor de tres sueldos mensuales de redactor de La Industria.

Por aquellos días, precisamente, ocurrió un duelo de parangón difícil. Uno de los protagonistas fue Valle Goicochea. Pero como mi espacio llega a su término, debo poner punto. Sin querer, he procedido como un novelista que recurre al suspense.

Luis Valle y su duelo a pistola 

Venía contando. Varios amigos conversábamos en el Teatro Municipal de Trujlllo, allá por 1929, durante un entreacto de las presentaciones de la Chilenita. Desde distanciados corrillos, Luis Valle Goicochea y un periodista principiante que usaba el seudónimo de Juferque, se miraban con notoria ojeriza. En sus adversos sentimientos había una emulación literaria de meses y quince días de rivalidad frente a la Chilenita. La graciosa cantante los trataba considerando su condición de genios embrionarios y de inopes. Ellos se rechazaban como pretendientes. A un arequipeño apellidado Zegarra, hombre de mucho humor cuando no le caía una «nevada» de nostalgia, ocurriósele dar broma aquella noche. Yendo de Juferque a Luvagois de modo invencionero y chismoso, provocó una reacción instantánea. Luis Valle Goicochea empleaba por esos tiempos el seudónimo de Luvagois, aunque todos le decíamos el Lego, pues continuaba siendo un buenazo al que parecía que no iban a caérsele nunca sus candores de seminarista. Juferque era un adolescente, hijo de familia aún, que colaboraba de modo ocasional en los periódicos locales. El cuento que Zegarra echó al imponderable Lego y al desprevenido Juferque fue exactamente el mismo. Dijo a cada cual que el otro llamábale imbécil y se jactaba, además, de ser preferido por la Chilenita. Con voz susurrante y grave, severo el gesto, Zegarra impresionó a los dos muchachos. Según su parecer, estaban «involucrados en ofensa». Esta fue rápidamente sometida a un improvisado tribunal. Ahí mismo, el entonces llamado Gordo Porras, ahora director de La Industria, el también entonces llamado Chandengo Rebaza, ahora profesor universitario, y yo, dictaminamos que tratábase de una grave cuestión de honor que debía ser resuelta por medio de duelo. El lance fue concertado para cuando acabara la función y, habiendo sonado el timbre, entramos a disfrutar de la última serie de canelones y bailes de la Chilenita.

Terminado el espectáculo teatral, comenzó el duelístico. El Narigón Giner, empresario a quien motejábamos así porque servía de asiento a unas desaforadas narices que daban verosimilitud al personaje de Rostand, fue a sacar de la utilería del teatro, dos pistolones de fogueo. Tenían mucha beligerancia, pues en los escenarios provincianos todavía grasaban los dramones de Echegaray, Linares Rivas y autores parecidos. Ponían obras llamadas La garra, Mancha que limpia. En suma, obras a las que en la jerga teatral decíanles «fuertes». Cuando en ellas no moría alguien, a causa de balazo, o mejor dicho fogonazo, salido de uno de aquellos pistolones, eran de discutible originalidad y carecían de «fuerza». Con sus temibles armas, fieramente cargadas sólo con pólvora, el Narigón incorporóse a cuantos ya nos habíamos agolpado en la puerta del teatro. Pululábamos allí quienes asistimos al embrollo inicial y otros que, por haberse anoticiado del duelo, querían verlo, inclusive la Chilenita y su marido. Todos tratábamos de contener, la risa, menos el Lego Valle y Juferque, los que naturalmente mantenían el aire grave de quienes van a jugarse la vida. En cinco o seis taxis, partimos hacia las ruinas de Chanchán, clásico lugar de duelos trujillanos.

Pronto salimos de la ciudad para entrar en un camino que cruzaba sembrados campos apacibles bajo una hermosa luna. Cuando la tierra volvióse eriaza, comenzaron a diseñarse los lomos irregulares de las ruinas. Nos detuvimos al lado de la gran muralla que rodeara la gran ciudad precolombiana de Chanchán en un lugar próximo a la iglesia de San José, construcción esta que data de los tiempos coloniales. En la planicie que hay allí, fueron invocadas las reglas del Marqués de Cabriñana, aunque nadie habla leído su famoso código. Sin muchos preámbulos, pues los duelistas podían darse cuenta de la broma, la Chilenita procedió a contar veinticinco pasos. Dio graciosas zancadas, a la vez que contaba con su musical voz. No recuerdo quiénes eran los padrinos. El Lego Valle y Juferque fueron al fin instalados a esa distancia, frente a frente, pistolón en mano. No había ningún médico, falla que ninguno trató de salvar, sin duda porque pesaba más la convicción de que los duelistas estaban resueltos a morir. Por alguna especial razón, al Lego le tocó disparar primero. Sonó la voz de fuego, Luvagois volvióse a mirar a la Chilenita y luego soltó su pistoletazo realmente, con gran estruendo. En ese mismo instante, uno de los espectadores tiró a Juferque un guijarro, que pasó rozándole una pierna. Juferque tuvo una salida gallarda. Negándose a disparar, echó un sonoro y breve discurso. Dijo que en su familia era una tradición la generosidad y que, además, no iba a desgraciarse «matando a un infeliz». Perdonando así la vida a Luvagois, arrojó a un lado el pistolón cargado sólo con pólvora.

Los duelistas fueron rodeados por sus padrinos y los espectadores. Comentando el lance y cuando referíanse al disparo, Juferque decía seriamente, señalando el lugar de la pierna que rozara el guijarro: «Me pasó por aquí». No hubo reconciliación.

De regreso y de nuevo en la ciudad, la jornada continuó en el restorán del Club Central, que en esos tiempos quedaba en una esquina de la Plaza de Armas. Sirvióse allí, para todos los concurrentes a Chanchán, un suculento chocolate acompañado de tostadas, pastas y bizcochos, sin que faltaran unas copitas para «calentar el cuerpo». Eran las tres de la mañana. La abultada cuenta, siguiéndose siempre las reglas del Marqués de Cabriñana, fue pagada por los duelistas. Con lo cual, todos nos fuimos a nuestras casas, salvo los padrinos, que primero acompañaron a los duelistas a sus respectivos domicilios, donde los felicitaron finalmente, por haberse portado como perfectos caballeros.

Y lo eran, que menos broma no le dieron a don Quijote por comportarse también como tal, en el mundo de los sueños. ¿En qué otro, sino en el mismo, vivíamos una decena de muchachos poco diestros en arte, pero sí en ilusiones? Dos o tres días después, fue necesario dar a la broma su carácter de tal ante Luvagois y Juferque. Les dijimos la verdad y ambos rieron. Y así quedó en la historia de una muchachada alegre y en el pasado del luego entristecido poeta Luis Valle Goicochea, el tan original como memorable duelo.

Valle en tiempos de trabajo y amistad 

Las incidencias del duelo, que reseñé someramente en mi crónica anterior, entretuvieron nuestros comentarios de muchachos durante muchos días. En la apacible ciudad que era Trujillo, había tiempo para recordar. El mismo tiempo quiso gastar la historia, tal acontece, y paulatinamente regresamos a nuestras predominantes preocupaciones literarias. Luis Valle Goicochea entregóse con ahínco a su quehacer poético y también compuso cuentos, algunos de los cuales fueron publicados en Variedades. Que tan conocida revista limeña acogiese la producción de un novel escritor provinciano era considerado entonces un triunfo. Una tarde, presentóse Valle en mi redacción, enarbolando la revista, con un aire de vencedor en el que había una espontaneidad infantil. Salimos a dar vueltas por la plaza, donde me leyó el cuento, que lucía ilustraciones de Vizcarra. El nuevo colaborador no había dicho nada del envío, temiendo un fracaso, y parecía casi sorprendido.

Días van, días vienen, Valle Goicochea y yo llegamos a ser grandes amigos. Saliendo del trabajo, a eso de las seis, nos reuníamos para conversar o ir al cine. A veces volvíamos a vemos por la noche, las más en casa de Valle, para leernos nuestras producciones. El plural resulta aquí excesivo. Quien frecuentemente leía, era Valle. En comparación con mi amigo, yo escribía poca literatura de ambiciones. Mis cuentos y versos se me antojaban deficientes y les rompía sin vacilar. ¡De cuántas malas páginas se habrían librado mis lectores, de continuar yo con tal juvenilmente saludable costumbre! Para librarme de romper, decidí que mejor era no escribir o hacerlo en proporciones mínimas. Sólo de tarde en tarde, llegaba a casa del amigo con cuartillas que habían sobrevivido a mis bizarras exigencias.

Las playas del orondamente llamado Buenos Aires, pequeño balneario próximo a Trujillo, nos tenían de paseantes a la caída del sol. Tal se usa en los Andes, Valle llamaba a esa hora «la oración». Las gentes nos conocían como periodistas y sabían que éramos poetas, de modo que nos miraban con esa condescendencia que es justo que empleen las personas sensatas frente a los soñadores.

La vida discurría con una uniformidad que habría sido monótona, de no estar animada por las intensas sorpresas de la creación, la lectura y la charla. Lo más hermoso del artista adolescente, es su pasión estética. Eso de amar estilos, formas, tesis, ideas sin otro interés que la belleza. Teníamos con Valle discusiones épicas. Cierta vez, nada más que por habernos extralimitado en la expresión de nuestras convicciones, estuvimos sin hablarnos durante una semana. Valle me llamó por teléfono y el asunto quedó arreglado con cuatro palabras. Necesitábamos pelear, inclusive.

La llegada de una compañía de variedades hizo que Valle tornara a inquietarse amorosamente. Tratábase ahora de una hermosa muchachita de dieciocho años, llamada Mangacha Padín, argentina de voz lógicamente argentina, que cantaba y bailaba de manera seria o cómica, alternadamente. La chiquilla era un haz de gracias. Pero tenía a la mamá muy cerca. Mediante continuadas observaciones, colegimos que la vieja deseaba para Mangacha un tipo de plata. Eran de verse las sonrisas que echaba a los hijos de ricos que esperaban en la puerta del teatro. Pero Mangacha era artista y no les hacía caso. Nos sonreía a Valle y a mí. Una noche, después de acompañar a Mangacha y su mamá hasta el hotel, pretendimos quedarnos en el salón con ellas, en plan de tertulia y lo que pudiese sobrevenir. La señora nos echó, diciendo entre sonriente e irónica:
—Para ustedes ya es hora de dormir, jovencitos.
No contenta con inferirnos tal humillación, agregó:
—Saluden a sus mamas, pibes.

Era como si estuviéramos recién destetados. Supimos ver el lado humorístico del asunto y nos fuimos riendo. Por lo demás, ¿qué nos quedaba? Al día siguiente, para colmo de verificaciones, vimos que la vieja y Mangacha estaban en el Bar Americano, tomando el aperitivo con un tipo ricachón. La señora era todo zalemas y Mangacha, todo displicencias. Nosotros no pudimos menos que filosofar con melancolía. Valle hizo unos versos en los cuales manifestaba que le pertenecía una sola estrella, naturalmente lejana.

Los reveses eran ampliamente compensados con trabajo y esperanzas. Ese tiempo trujillano de los primeros pasos, fue el más feliz en la vida de Valle Goicochea. Era un ser de todas maneras frágil, sostenido y fortificado por un ideal de belleza. Comenzó, de pronto, a alentar el proyecto de irse a Lima, pues ya tenía versos suficientes como para publicar un libro. A la vuelta de un mes, lo realizó. No tenía mucho dinero y vendió sus cosas. Y para economizar en los gastos de viaje, contrató un asiento en uno de esos destartalados autos que, por no haber carretera, hacían el viaje capeando las olas de la playa o hundidos en una arenosa huella.

Nos despedimos en Moche, donde estaba veraneando su familia. Contra lo que esperaba, el sensitivo Valle se despidió de su familia con notable sobriedad. Estrechó un poco más a su hermanita, muchacha delgada y paliducha, de amplia cabellera rubia, a la cual tenía gran cariño. Ocupó un asiento al lado del chofer y se alejó sin voltear. No debía retornar más a Trujillo ni al estado de espíritu que lo hizo alejarse. Cuando años después lo volví a ver en Lima, era distinto. Llevaba una dura impronta de tristeza.

Valle Goicochea en Lima 

El más frecuente sueño del artista provinciano, ese de instalarse y triunfar en Lima, había sido realizado en parte por el joven poeta Luis Valle Goicochea. Al menos, establecióse en Lima.

No contó con dinero suficiente para publicar de inmediato el libro que tenía compuesto. Consideró el contratiempo como una circunstancia artísticamente favorable. El inédito volumen mostraba abundancia de forzados sonetos y múltiples versos metrificados con excesivo artificio. Yo le había dicho en Trujillo, que su mejor manera era la sencilla, pues el mejor Valle era diáfano.

Sobre evolución literaria, Valle me escribía cartas frecuentes que contenían también algunas otras noticias personales. Como es lógico que ocurra a un artista que comienza, se ganaba la vida entre abundantes tropiezos.

El poeta Alcides Spelucín hizo un viaje a Trujillo y me dio más información del amigo Valle, se la pasaba hablando bien de mí. Últimamente, Aurelio Miró Quesada me ha dicho también que por Valle supo, con elogio, de mi existencia literaria. En ese año de 1929 en que Alcides me refirió el caso, no me pareció tan notable. Con los años, he podido apreciar mejor la condición noble de Valle. Cuando creía ver mérito en otro escritor, lo proclamaba con entusiasmo. Y jamás caía en esas subalternas agresividades, llenas de mezquindad, en que corriente-mente suelen sumergirse los llamados servidores del espíritu. Esta y otras condiciones parecidas conformaban al Valle superior que, indefectiblemente, debía ser herido por la existencia.

En 1930 nuestra correspondencia comenzó a disminuir y luego cesó por completo. La mutua estimación no había variado, pero hablábamos un lenguaje distinto. Las preocupaciones fundamentales de Valle continuaban siendo artísticas, en tanto que las mías habían pasado a ser políticas. Por aquellos años, como se recuerda, los más de los muchachos peruanos teníamos de la política un criterio idealista.

Súbitamente me encontré con Valle Goicochea, en una calle de Lima, a fines de 1933. La alegre sorpresa fue seguida por la penosa verificación de que el poeta padecía ya de una indeclinable tristeza y no alentaba muchas ilusiones. Había publicado Las canciones de Rinono y Papagil, con notable éxito y más si se considera que era un primer libro. Había heredado de Alcides Spelucín un puesto en la Universidad que le permitía vivir, si no con holgura, con seguridad económica. Había llegado a un plano que, cualquier otro, podía considerar favorable. Pero mientras llegaba hasta allí, algo se le rompió a Valle, pecho adentro. La vida le parecía indigna y vulgar. En el mundo capitalino, el buen muchacho provinciano se estrelló con toda eficacia. O lo estrellaron, que para el caso es igual. Valle era una especie de Rastignac sin ganas de responder al reto. Haciendo de versos corazón, todavía esperaba sobrellevar la existencia mediante el arte.

Nos vimos muchas veces. El incontrastable escritor que hay en mí, comenzó a resurgir después de algunos años de postergación. Las charlas con Valle fueron de nuevo largas, aunque él no se entusiasmaba ya con la posibilidad de escribir grandes obras. Curiosamente, nuestras ideas estéticas se parecían ahora mucho. No teníamos razón para pelear como antes y, en todo caso dudo de que Valle hubiese dado a los puntos de vista sobre arte, la importancia requerida para pelear por los mismos. Valle escribía obedeciendo a una necesidad de expresión, fundamentalmente. Dentro de tal estado de espíritu, publicó El sábado y la casa. Su fino lirismo se volcaba allí con una sencillez extrema. Mejor sería decir que esplendía con una claridad de arroyo andino. Creo recordar que en todo el volumen, había sólo una metáfora.

Caminábamos una tarde, dando vueltas por la Plaza San Martín. Valle tenía unos versos que, más o menos, decían:
Mientras voy por la calle,
recordando cierta vieja pared a medio hacer. 
Le hice notar que el motivo de la pared trunca aparecía más de un avez en su poesía.

—Es por mi propia vida, —dijo con una vehemencia que era ya poco frecuente en él—. ¿Qué es lo que hago? Yo desearía levantarme hacia un gran propósito: el arte, Dios, y es como si nada pudiera salir bien. La vida es pequeña. La vida está hecha de gente. Uno se queda como una pared a medio hacer...

En su cara pálida, resaltaba la boca contraída en una mueca amarga. Sus ojos brillaron de pronto y, luego, afirmó:
—Siento haber dejado la vida religiosa. Me gustaría ingresar de nuevo.

Le manifesté mi temor de que no le pareciese tampoco bien, a la larga. Valle me miró con la expresión de quien se siente despojado y, aún más, tremendamente herido. Quise arreglar el asunto diciendo palabras favorables a su proyecto. Él no hizo el menor comentario y, al poco rato, nos despedimos.

Encontrándome ya en Chile, publicóse en 1935 mi La serpiente de oro, después de ganar un concurso de novela. Pronto llegaron unas líneas alborozadas de Valle. Más tarde me envió Los zapatos de cordobán y nuevos versos. Le escribí una carta que juzgó digna de conservación y años después entregó, para que la guardara, a Carlos Alfonso Ríos. Este acucioso periodista supo cumplir la encomienda y me la mostró hace algún tiempo. La vida me había propinado fieros ramalazos y me describía en dicha carta, no sin sonreír, como un «Job afeitado y sin hacienda».

Después de aquel envío y mi respuesta, no supe más de Valle por noticias directas. Es posible que, de nuevo, no habláramos el mismo lenguaje. Me contaron que entró a un convento y volvió a salir. Luego supe, también por otras personas, de su crisis final y su muerte. He tenido la impresión de que se evadió de un mundo que no respondía a su armonioso ideal de vida y belleza.

Originalmente publicado en El Comercio. Lima, 18 de marzo, 5, 10 y 17 de junio de 1960. Recopilado en Novela de mis novelas, 2004, Fondo Editorial de la PUCP.

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