La mañana del 15 de marzo de 1983, un gran ventanal del piso trece del Hospital del Empleado era todo lo que en la vida nos resumía, a mí y a mi madre. El cielo limeño nos dibujaba como a personajes de una película de Buñuel, colocados en un abismo. Toda esa zona de Jesús María, con enfermos y funerarias y mercachifles, era para vomitar, equivocarse, trastabillar, enojarse o, definitivamente, bajar los brazos y abrir la boca para desencadenar una sola palabra: hemos perdido.
***
Ascensores repletos, pasillos repletos, angustia total. Uno quiere ayudar a todo el mundo. Sanar a todo el mundo. Pero uno quiere ser fuerte y no caerse. Pero uno, como el tango, "uno, lleno de esperanzas", tiene ya treinta y tantos, y no la ve. Y sigue con el gobierno que se merece.
Con esas palabras me alejé del Hospital del Empleado. Afuera, ya en la calle, me esperaba mi amigo Alberto Escalante. Diseñador gráfico y un todoterreno. Había abierto el capó de su carro, un Peugeot arrancado de una película con Jean Gabin, que habíamos apodado "el Micky Mouse". Había acondicionado el motor, lo ponía a punto, porque teníamos que ir a la imprenta donde se estaba por imprimir mi libro Palomino. Y había urgencia. Quería que sea una sorpresa para mi madre.
Además teníamos que ir a Chosica, a tomar unas fotos con el Chino Domínguez, para un dossier que acompañaría los poemas. Entonces vida y muerte se daban la mano. En Chosica encontré una cantinita que llamé Palomino, llena de chancays y portolas, de cilindros de kerosene y de cerveza. Cerca de la línea de los trenes. Allí escribí 102 poemas. Todos los días iba y venía de Chosica. Quería que mi madre viera mi libro, lleno de gatos negros, lleno de trenes mohosos, detenidos, deshabitados y lluviosos. "¡Acá hay brujería!", gritó el Chino Domínguez, y rápidamente lanzó sus dados africanos sobre el puente colgante de Chosica. Y ya tenía mis doce fotos, que integrarían mi libro Palomino.
De pronto grité: "¡Enfermera, tráigame una cinta scotch!", y pegué el afiche del libro y unas fotos del Chino en la pared del cuarto del hospital. Esos eran los días del hospital. Atiborrados de nostalgia, de urgencias, de besos al aire, de arrastrar los pies, de mirar el porqué, y el cómo, no sé qué; de esperar milagros y esperar cogidos de las manos, y sonreír por qué un domingo.
Alberto Escalante había estacionado su Peugeot del cincuenta frente a mi casa, en Diez Canseco, Miraflores. Estábamos escuchando las canciones, por radio, de la Sonora Matancera. Era un domingo a las 11 de la noche, de coordinación de la impresión del libro para el día lunes.
Mientras escuchábamos a la Sonora Matancera bebiendo una chata de whisky en chapa, vimos una silueta solitaria mirando vitrinas y anaqueles. Le dije a Alberto: "Oye, ese es Julio Ramón". Y él me dijo: "¿Qué Julio Ramón?". "Ribeyro", le contesté. En la calle no había nadie. Solo un poco de whisky, dos amigos y la llovizna. Le gritamos desde el carro "¡Julio Ramón!". Él volteó y se acercó a saludarnos. "¿Qué hacen?" "Aquí, escuchando la Sonora Matancera." "¿Puedo entrar?" "Por supuesto." Y se tomó tres rondas en chapa. Y conversamos de París, de Lima, de los libros. Y con una recomendación para Alberto, que quería viajar a Europa: "Si vas, lleva plata". Y siempre con una sonrisa, se bajó del carro. Y su silueta solitaria, como la de un viejo cowboy, se diluyó a la una de la mañana.
"La poesía es magia", le dije a Alberto. Y me acordé de mi bicicleta Hércules negra, mi short, mi gorrita de jockey y de mi arco iris, que lucía intacto como si fuera una nave espacial de una película de Spielberg. Eran los afectos regados como mansedumbre. Era la gran certeza de los amigos, y era la calma del barrio, y el brillo auténtico de la vida.
Ese mismo lunes, luego del encuentro con Julio Ramón, yendo a visitar a mi madre, apareció Juan Gonzalo Rose, envuelto en una bata poblada de gestos silenciosos. Estaba en el mismo piso que ocupaba mi madre. "Hola Jorge, ¿como estás?", me dijo. Y yo le dije: "¿Cómo estás, Juan Gonzalo?". Y eso fue todo. No había que preguntar más. Le conté que mi madre estaba internada. "¿Cuál es su cuarto?", me dijo. Nos encaminamos. Desde la puerta de la habitación, la saludó con gestos mudos, con claves secretas, y desapareció.
Así lo vi, así lo presentí, así entró en mi vida Juan Gonzalo Rose, el gran poeta, con la magia de los descubrimientos, con la magia de los solos, con el hallazgo de su mirada y su voz.
Al día siguiente le conté a Alberto que Juan Gonzalo y mi madre estaban en el mismo piso del hospital. "¡Qué lechero eres!", me dijo.
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Había días en que a la salida del hospital solitario me metía a una cantina, me tomaba dos rones, y contemplaba desde afuera los dos cuartos, el de Juan Gonzalo y el de mi madre. Porque como el cartero imposible, debía cumplir los encargos de los dos: el de mi madre, portarme bien; el de Juan Gonzalo, no portarme tan bien.
Los días se sucedían. Un día, Juan Gonzalo le llevó Cien años de soledad a mi madre, y ella le dio las últimas Selecciones. Otro día, mi madre le entregó un libro de Rulfo, y Juan Gonzalo le dio un Caretas de yapa. Mi madre me decía: "Coco, ha venido Juan Gonzalo. Dice que lo visites de urgencia", e inmediatamente iba a su cuarto, pero siempre lo encontraba en bata por los pasillos.
Y teníamos conversaciones como si no pasara nada. Y estaba pasando todo. Juan Gonzalo jamás me habló de su enfermedad, ni yo le pregunté. Pero sí hablábamos de encargos, de encargos secretísimos. O ironizar el espacio. Me cuenta Víctor Escalante, el hermano de Alberto, que un día llegó Jorge Boccanera, por entonces un poeta joven argentino, y le dijo a Juan Gonzalo: "Maestro, ¿en el Perú, la poesía se vende?". A lo que Juan Gonzalo le contestó: "No, acá los que se venden son los poetas".
O la vez en que Juan Gonzalo estaba tomando sus "chilcanos" en "El Ovni", su bar favorito. De pronto llega el escritor Patrick Rosas, quien es invitado a libar con una advertencia: "Patrick, siéntate pero no toques ese vaso; pide el tuyo". Pasaban las horas y Patrick miraba un vaso intacto, servido, que nadie tomaba. Cada vez que Patrick intentaba tomar el solitario coctel, Juan Gonzalo le recriminaba: "No toques ese vaso". Hasta que finalmente le dijo: "Toma estos cien soles y paga la cuenta". Patrick, después de pagar, lo interrogó desesperado: "¿Pero de quién es ese vaso?". Y Juan Gonzalo le contestó: "Ese vaso es de un amigo que es mago, que me ha dado los cien soles con los que estamos tomando. Pero como tú eres marxista no me vas a creer".
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Un día, en el hospital, apareciendo desde el fondo del corredor, me para presuroso: "Jorge, quiero que me hagas este encargo". Y me dio una extraña nota en un papelito arrugado. Le dije: "Juan Gonzalo, no puedo, porque tengo que ir a la imprenta. Más bien a mi regreso, a las 5 de la tarde, cumplo contigo". Dicho esto, Juan Gonzalo me dio la espalda y se fue.
Justo cuando estaba entrando en el ascensor, escucho mi nombre, en medio del pasillo, y lo veo avanzar hacia mí. Mirándome fijamente me dice: "Cuando un poeta te pida un favor, tienes que hacerlo de inmediato". Sobrecogido y estupefacto, y con la mayor enseñanza que he podido recibir, partí raudo hacia una botica, y le compré lo que seguramente eran contraindicaciones médicas. Sedantes, les dicen.
Después de unos minutos, con el encargo en la mano, y sintiéndome absolutamente culpable, fui a la habitación del poeta y, escondiéndome de las enfermeras, le entregué su encargo. Juan Gonzalo les ordenó que se retiraran y me dijo que le pase unos algodones con alcohol por el rostro. Se los pasaba por la nariz, por los pómulos. Pero en una de esas lo acerqué mucho a su boca. Serenamente, con esa calma que lo caracterizaba, le oí decir: "No me lo pases mucho por la boca, porque me lo puedo chupar". Hubo después una amplia sonrisa. Y palabras de ambos. Y saludos de ambos. Y solidaridades de ambos. Y salí del cuarto del poeta, con la sensación y seguridad de haber cumplido con el jefe.
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El 12 de abril sonó el teléfono. "Ha muerto Rose. Hoy lo entierran y lo velan en el INC." Corrí desesperadamente por la avenida Arequipa, desde la cuadra 15 hasta el jirón Áncash. No sé por qué no tomé un micro, y decidí trotar como un caballo. Llegué sudoroso y agitado, cuando lo bajaban en hombros del segundo piso del INC, hacia el carro fúnebre que partió raudo hacia Barrios Altos.
Cuando lo bajaron en el cementerio, cogí una antología de su poesía que alguien me dio, y la tiré sobre su féretro. Y así partió, con su libro, con sus poemas tan amados. Porque nunca habrá un poeta tan amado.
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Mi libro se editó. Mi madre falleció. Y ahora tengo dos rosas sobre mi pecho. |
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