Nota publicada bajo el título «Juan Gonzalo y yo: entre el solsticio y el rayo de la orquídea» en Ideele Revista, Nº 155, junio de 2003.
La mañana del 15 de marzo de 1983, un gran ventanal del piso trece del Hospital del Empleado era todo lo que en la vida nos resumía, a mí y a mi madre. El cielo limeño nos dibujaba como a personajes de una película de Buñuel, colocados en un abismo. Toda esa zona de Jesús María, con enfermos y funerarias y mercachifles, era para vomitar, equivocarse, trastabillar, enojarse o, definitivamente, bajar los brazos y abrir la boca para desencadenar una sola palabra: hemos perdido.
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Ascensores repletos, pasillos repletos, angustia total. Uno quiere ayudar a todo el mundo. Sanar a todo el mundo. Pero uno quiere ser fuerte y no caerse. Pero uno, como el tango, "uno, lleno de esperanzas", tiene ya treinta y tantos, y no la ve. Y sigue con el gobierno que se merece. Con esas palabras me alejé del Hospital del Empleado. Afuera, ya en la calle, me esperaba mi amigo Alberto Escalante. Diseñador gráfico y un todoterreno. Había abierto el capó de su carro, un Peugeot arrancado de una película con Jean Gabin, que habíamos apodado "el Micky Mouse". Había acondicionado el motor, lo ponía a punto, porque teníamos que ir a la imprenta donde se estaba por imprimir mi libro Palomino. Y había urgencia. Quería que sea una sorpresa para mi madre. Además teníamos que ir a Chosica, a tomar unas fotos con el Chino Domínguez, para un dossier que acompañaría los poemas. Entonces vida y muerte se daban la mano. En Chosica encontré una cantinita que llamé Palomino, llena de chancays y portolas, de cilindros de kerosene y de cerveza. Cerca de la línea de los trenes. Allí escribí 102 poemas. Todos los días iba y venía de Chosica. Quería que mi madre viera mi libro, lleno de gatos negros, lleno de trenes mohosos, detenidos, deshabitados y lluviosos. "¡Acá hay brujería!", gritó el Chino Domínguez, y rápidamente lanzó sus dados africanos sobre el puente colgante de Chosica. Y ya tenía mis doce fotos, que integrarían mi libro Palomino. De pronto grité: "¡Enfermera, tráigame una cinta scotch!", y pegué el afiche del libro y unas fotos del Chino en la pared del cuarto del hospital. Esos eran los días del hospital. Atiborrados de nostalgia, de urgencias, de besos al aire, de arrastrar los pies, de mirar el porqué, y el cómo, no sé qué; de esperar milagros y esperar cogidos de las manos, y sonreír por qué un domingo. |