17 de septiembre de 2012

Kenzaburo Oé: La fuerza del bosque (El grito silencioso, 1967)

(...) La fuente no se había secado. Al pie de la pendiente del lado del bosque, en el camino, el manantial brotaba inesperadamente de un rincón, formando un charco grande como la circunferencia de los brazos de un hombre. El agua manaba en abundancia, y formaba un riachuelo que corría hasta el valle. Al lado del charco de un manantial había varios hornos, viejos y nuevos, dentro de los cuales había tierra y piedras calcinadas y de aspecto desagradable. Cuando era niño, construimos un horno así al lado del manantial, y cocinamos arroz y miso. Todos los años, dos veces, se repetía el ritual, de que cada chaval eligiera el grupo con el que acamparía, fijándose así la distribución en pandillas de los niños del valle. Aunque sólo era un juego que duraba dos días, en primavera y en otoño, los grupos que se formaban perduraban todo un año. Nada era más terriblemente humillante que ser expulsado del grupo del que se había formado parte. Al ponerme en cuclillas para beber agua de la fuente, tuve una súbita certeza; la de los guijarros redondos, de color azul grisáceo, rojo y blanco, del fondo del charco, cuyo brillo aún parecía reflejar la luz del día, la fina arena que subía enturbiaba el agua ligeramente, y el débil temblor de la superficie del agua, todo, era idéntico a lo que se había visto veinte años atrás. El agua que fluía incesantemente me parecía también, sin duda, la misma; era un certeza carente de base, pero, para mí, convincente. Y esa misma convicción se convirtió en un sentimiento de que el hombre que ahora estaba en cuclillas no era el niño que había estado allí, de que no había continuidad ni consistencia entre aquellos dos seres, y de que el hombre que estaba allí en cuclillas era un extraño. El hombre actual había perdido su identidad. Ni dentro ni fuera de mí había clave para recuperarla. Las diminutas ondas del agua transparente del charco tintineaban y parecían decirles a mis oídos: «no eres más que un ratón». Cerré los ojos y sorbí el agua. Se me encogieron las encías y en la lengua me quedó el sabor de la sangre. Al levantarme, mi mujer se puso en cuclillas, imitándome obediente, como si yo fuera un modelo experto en el modo de beber agua del manantial. No obstante, para el agua del charco yo no era más que un perfecto desconocido que había cruzado el bosque por primera vez, igual que mi mujer. (...)

El grito silencioso, 1967
Traducción de Miguel Wandenbergh

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