10 de octubre de 2013

Jorge Díaz Herrera: La sinfonía de Aranjuez

Extraído de La agonía del inmortal (1980). Madrid: Cátedra. También aparece de forma individual en la Revista Peruana de Cardiología, vol. 1, nº 1 (agosto - setimbre 2000).

LA SINFONÍA DE ARANJUEZ

Jardines de Aranjuez (Madrid)

"Maribel espera en la estación de Aranjuez. Cuando en los jardines del príncipe dan las cuatro de la tarde, el corazón de Maribel es una muchedumbre. Ella está en su cita, y él a punto de llegar. Sus miradas brincan entre los rostros de quienes descienden del tren. Y el tren que vino, se va. Maribel está al borde de las lágrimas. Pero la fortaleza de aquel amor nacido para perdurar la convierten en la mujer irreductible contra cuya esperanza nada han podido las reflexiones ni las iras de don Aristóbal: Maribel descubre, en la fuente de la plaza, que el murmullo del agua es la cara buena de la monotonía. Las palomas están ahí porque ellas también son parte del silencio perpetuo de las estatuas. La tarde crece, y ella se reparte entre las alcobas de los solitarios. Maribel es delgada, tiene los cabellos largos y la mirada inquieta, como si en lugar de ojos tuviera peces. Cuando ríe con su cabellera suelta de mujer desnuda entre las caricias de sus fugaces dueños, Maribel baila al compás de la sinfonía que todas las tardes, a las cuatro, la llena de rubores en la estación de Aranjuez.

14 de septiembre de 2013

Ricardo Palma: Tradiciones en salsa verde y otros textos (2003)

TRADICIONES EN SALSA VERDE Y OTROS TEXTOS (2003)
Ricardo Palma
Presentación de Alberto Rodríguez Carucci

NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

Para la presente edición de Tradiciones en salsa verde se ha utilizado la Edición Príncipe (1973), preparada en Lima por Francisco Carrillo y Carlos Garayar para Ediciones de la Biblioteca Universitaria en su Colección Clásicos Peruanos, basada en un manuscrito original de Ricardo Palma, perteneciente a Carlos F. Basadre. 

La sección “Otras tradiciones” contiene cinco de las Cien tradiciones peruanas, extraídas de la segunda edición publicada por Biblioteca Ayacucho, Colección Clásica, No 7, Caracas, 1985. Las notas que acompañaban a los ensayos, han sido adaptadas para esta edición. 

En la sección “Comentarios” se reproducen apreciaciones de Miguel Cané, Rubén Darío y Francisco Sosa acerca de Ricardo Palma publicadas como textos preliminares en la Edición Príncipe de Tradiciones peruanas, preparada en Barcelona por Montaner y Simón Editores, en 1893. En estos textos se respetó la ortografía original de la época. la época. 

En el caso de Cien tradiciones peruanas, se mantuvo en su mayoría las notas elaboradas por José Miguel Oviedo y se señalaron con asterisco a pie de página. En algunas se ajustó la información para la presente edición.
B. A.

23 de agosto de 2013

Cuentos del Tío Lino: Desde cuándo hay conejos

Zevallos, Andrés. (2011). Cuentos del Tío Lino. (10ª edición). Lima: Lluvia editores. p. 45.

DESDE CUÁNDO HAY CONEJOS

Fue que la Tía Chuspe crió tanto cuy que ya no había sitio ni qué dales de comer. Entón con el Tío pensaron llevalos a Contumazá pa vendelos. Como eran hartos, el Tío se puso a inventar cómo luiba hacer pa no tener mucho trabajo. Se puso a pensar y diun rato le dijo a la Chuspe: le echo lazo al ruco padre, monto en mi macho y lo voy jalando al ruco, mientras tú los vas sacando del cuyero paque lo sigan; cuando acabes, te vienes arreándolos, no sea que se queden puel camino.

Ya estaban entrando al pueblo por el Kike y los últimos cuyes tuavía estaban asomando por Las Alverjas. Eneso salió un perrazo bravo que los acabó de espantar; unos se metieron por las pircas y otros se fueron por los cerros, orejeando porónde venía el perro; ahí fue que les crecieron las orejas y desde entón hay conejos en el campo.

19 de agosto de 2013

Oswaldo Reynoso: Malte

MALTE

Del pupitre cayó una lúcuma. Verde oscura brillante como bolita de adorno de árbol de navidad rodó hasta mis pies. Malte, con disimulo, volteó la cabeza. En su mejilla izquierda, apareció un gracioso hoyuelo y con sus ojos grandes me rogó que le soplara la pregunta diez del examen de geografía. Es para ti, susurrando me dijo con su voz ronca de adolescente y clavó su mirada en la lúcuma. Vigilando de reojo al profesor-sotana, giré mi plana de examen sobre el pupitre. Con el lapicero, le indiqué: el río Amarillo queda en China. Malte me sonrió. Por entre sus labios, apareció la punta rosada de su lengua y diligente copió la respuesta. Gracias, me dijo. Cuando ya iba a recoger la luminosa lúcuma, unas impúdicas y enormes sandalias sucias surgieron del gastado piso de madera.

5 de diciembre de 2012

Jack London: La dominante bestia primitiva (La llamada de lo salvaje, 1903)


Hay un éxtasis que señala la cumbre de la vida, mas allá de la cual la vida no puede elevarse. Y es tal la paradoja de vivir, que aquel éxtasis llega, cuando se está más vivos, pero llega como olvido completo de estar vivos. Este éxtasis, este olvido de la vida, atrapa al artista raptándolo fuera de sí por una oleada abrasadora; atrapa al soldado, que en el campo de batalla, en la locura de la guerra, rechaza toda tregua; y atrapó a Buck mientras conducía la jauría, haciendo oír el antiguo grito de los lobos (...)

La llamada de lo salvaje (1903)
Trad. de Joseph Culb

8 de octubre de 2012

Samuel Beckett: Molloy (fragmento)


Aquella mujer me hizo conocer el amor. Creo que respondía al apacible nombre de Ruth, pero no puedo certificarlo. A lo mejor se llamaba Edith. Tenía un agujero entre las piernas, no el agujero de tonel que siempre había imaginado, sino una hendidura, y yo introducía, mejor dicho, ella me introducía mi llamado miembro viril, no sin dificultad, y empujaba y jadeaba hasta eyacular o renunciar a ello o ser invitado a desistir. Una idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga. Pero me prestaba a él de buen talante, sabiendo que aquello era el amor; porque ella me lo había dicho. Se inclinaba por encima del diván, a causa de su reumatismo, y yo le daba por detrás. Era la única posición que podía soportar, a causa de su lumbago. A mí me parecía natural, porque se lo había visto hacer a los perros, y quedé sorprendido cuando me confió que podía hacerse de otro modo. Me pregunto qué quería decir exactamente. Quizás a fin de cuentas me introducía en su recto. Como ustedes podrán suponer, me daba exactamente igual. Pero, en el recto ¿puede hablarse de verdadero amor? Esto es lo que me inquieta. ¿Y si después de todo no hubiera conocido nunca el amor?

Molloy (1951)

17 de septiembre de 2012

Kenzaburo Oé: «¿Puedo decirte la verdad?» (El grito silencioso, 1967)

(...) -¿Los escritores? Es verdad que dicen cosas que se aproximan a la verdad, y que siguen viviendo sin que los maten a golpes y sin volverse locos. Esos individuos engañan a los demás con el entramado de su ficción. Pero lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene que presente que en la ficción, puede decir lo que quiera, por lo que es inmune desde el principio a cualquier veneno que contengan sus palabras. Y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma. Mirándolo de esta manera, la verdad, en el sentido que en yo la imagino, no está presente en nada escrito o impreso. A lo sumo, todo lo que puedes encontrar es un escritor que dé un salto en la oscuridad al tiempo que pregunta: «¿Puedo decirte la verdad?» (...)

El grito silencioso, 1967
Traducción de Miguel Wandenbergh

Kenzaburo Oé: La fuerza del bosque (El grito silencioso, 1967)

(...) La fuente no se había secado. Al pie de la pendiente del lado del bosque, en el camino, el manantial brotaba inesperadamente de un rincón, formando un charco grande como la circunferencia de los brazos de un hombre. El agua manaba en abundancia, y formaba un riachuelo que corría hasta el valle. Al lado del charco de un manantial había varios hornos, viejos y nuevos, dentro de los cuales había tierra y piedras calcinadas y de aspecto desagradable. Cuando era niño, construimos un horno así al lado del manantial, y cocinamos arroz y miso. Todos los años, dos veces, se repetía el ritual, de que cada chaval eligiera el grupo con el que acamparía, fijándose así la distribución en pandillas de los niños del valle. Aunque sólo era un juego que duraba dos días, en primavera y en otoño, los grupos que se formaban perduraban todo un año. Nada era más terriblemente humillante que ser expulsado del grupo del que se había formado parte. Al ponerme en cuclillas para beber agua de la fuente, tuve una súbita certeza; la de los guijarros redondos, de color azul grisáceo, rojo y blanco, del fondo del charco, cuyo brillo aún parecía reflejar la luz del día, la fina arena que subía enturbiaba el agua ligeramente, y el débil temblor de la superficie del agua, todo, era idéntico a lo que se había visto veinte años atrás. El agua que fluía incesantemente me parecía también, sin duda, la misma; era un certeza carente de base, pero, para mí, convincente. Y esa misma convicción se convirtió en un sentimiento de que el hombre que ahora estaba en cuclillas no era el niño que había estado allí, de que no había continuidad ni consistencia entre aquellos dos seres, y de que el hombre que estaba allí en cuclillas era un extraño. El hombre actual había perdido su identidad. Ni dentro ni fuera de mí había clave para recuperarla. Las diminutas ondas del agua transparente del charco tintineaban y parecían decirles a mis oídos: «no eres más que un ratón». Cerré los ojos y sorbí el agua. Se me encogieron las encías y en la lengua me quedó el sabor de la sangre. Al levantarme, mi mujer se puso en cuclillas, imitándome obediente, como si yo fuera un modelo experto en el modo de beber agua del manantial. No obstante, para el agua del charco yo no era más que un perfecto desconocido que había cruzado el bosque por primera vez, igual que mi mujer. (...)

El grito silencioso, 1967
Traducción de Miguel Wandenbergh

16 de septiembre de 2012

15 de septiembre de 2012

Kenzaburo Oé: Guiado por los muertos (El grito silencioso, 1967)

GUIADO POR LOS MUERTOS

Al despertarme en la oscuridad que precede al amanecer, persigo el sentido ardiente de la «esperanza», busco a tientas los restos del sueño amargo que persisten en mi conciencia. El tanteo esperanzado de los inquietos sentimientos sigue buscando, inútilmente, el revivir de la efusión de la ardiente «esperanza» en lo más recóndito de mi cuerpo como si fuera la sensación de su existencia que deja el whisky cuando baja quemándote hasta las entrañas. Cierro dedos que han perdido las fuerzas. Y en todo mi cuerpo siento por separado los pesos de la carne y del hueso, aunque compruebo que esa sensación que me embarga se transforma en un dolor denso que va avanzando por mi conciencia con cierta desgana mientras esta se dirige hacia la luz. Con resignación, vuelvo a cargar así con un cuerpo pesado que se siente como si no tuviera continuidad, densamente dolorido por doquier. Dormía con los brazos y las piernas retorcidos, en la actitud de quien no desea saber de sí ni acordarse de su situación.
Al despertarme, siempre busco ansioso el sentimiento de la ardiente «esperanza» perdida. No es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de «esperanza» ardiente en sí. Al comprender que no me es posible encontrarla, trato de desligarme hacia la pendiente del segundo sueño. ¡Duerme, duerme, el mundo no existe! Sin embargo, esta mañana el veneno es extremadamente fuerte, lacera todo mi cuerpo, corta mi retirada hacia el sueño. El pánico pugna por brotar a borbotones. Debe de faltar una hora para que salga el sol. Hasta entonces no habrá manera de saber qué día hará. Estoy acostado en medio de la oscuridad sin comprender nada, como un feto. Antes, en ocasiones como esta, ciertas prácticas sexuales resultaban un consuelo, pero ahora, a los veintisiete años, casado, y con un hijo ingresado en un sanatorio, al pensar en masturbarme la vergüenza que me inunda marchita al instante las yemas del deseo. ¡Duerme, duerme; si no puedes hacerlo, fíngelo al menos! (...)