23 de septiembre de 2012

W. B. Yeats: Un abrigo

UN ABRIGRO

De mi canto hice un abrigo
desde el tobillo hasta el cuello
cubierto con los bordados
de viejas mitologías;
mas los tontos lo cogieron,
para exhibirlo ante el mundo
cual si por ellos urdido.
Canción, deja se lo lleven,
que existe mayor audacia:
caminar todo desnudo.

Responsabilidades (1914)
Trad. de Ricardo Silva-Santisteban

A COAT
I made my song a coat
Covered with embroideries
Out of old mythologies
From heel to throat;
But he fools caught it,
Wore it in the world's eyes
As though they'd wrought it.
Song, let them take it,
For there's more enterprise
In walking naked.

17 de septiembre de 2012

Kenzaburo Oé: «¿Puedo decirte la verdad?» (El grito silencioso, 1967)

(...) -¿Los escritores? Es verdad que dicen cosas que se aproximan a la verdad, y que siguen viviendo sin que los maten a golpes y sin volverse locos. Esos individuos engañan a los demás con el entramado de su ficción. Pero lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene que presente que en la ficción, puede decir lo que quiera, por lo que es inmune desde el principio a cualquier veneno que contengan sus palabras. Y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma. Mirándolo de esta manera, la verdad, en el sentido que en yo la imagino, no está presente en nada escrito o impreso. A lo sumo, todo lo que puedes encontrar es un escritor que dé un salto en la oscuridad al tiempo que pregunta: «¿Puedo decirte la verdad?» (...)

El grito silencioso, 1967
Traducción de Miguel Wandenbergh

Kenzaburo Oé: La fuerza del bosque (El grito silencioso, 1967)

(...) La fuente no se había secado. Al pie de la pendiente del lado del bosque, en el camino, el manantial brotaba inesperadamente de un rincón, formando un charco grande como la circunferencia de los brazos de un hombre. El agua manaba en abundancia, y formaba un riachuelo que corría hasta el valle. Al lado del charco de un manantial había varios hornos, viejos y nuevos, dentro de los cuales había tierra y piedras calcinadas y de aspecto desagradable. Cuando era niño, construimos un horno así al lado del manantial, y cocinamos arroz y miso. Todos los años, dos veces, se repetía el ritual, de que cada chaval eligiera el grupo con el que acamparía, fijándose así la distribución en pandillas de los niños del valle. Aunque sólo era un juego que duraba dos días, en primavera y en otoño, los grupos que se formaban perduraban todo un año. Nada era más terriblemente humillante que ser expulsado del grupo del que se había formado parte. Al ponerme en cuclillas para beber agua de la fuente, tuve una súbita certeza; la de los guijarros redondos, de color azul grisáceo, rojo y blanco, del fondo del charco, cuyo brillo aún parecía reflejar la luz del día, la fina arena que subía enturbiaba el agua ligeramente, y el débil temblor de la superficie del agua, todo, era idéntico a lo que se había visto veinte años atrás. El agua que fluía incesantemente me parecía también, sin duda, la misma; era un certeza carente de base, pero, para mí, convincente. Y esa misma convicción se convirtió en un sentimiento de que el hombre que ahora estaba en cuclillas no era el niño que había estado allí, de que no había continuidad ni consistencia entre aquellos dos seres, y de que el hombre que estaba allí en cuclillas era un extraño. El hombre actual había perdido su identidad. Ni dentro ni fuera de mí había clave para recuperarla. Las diminutas ondas del agua transparente del charco tintineaban y parecían decirles a mis oídos: «no eres más que un ratón». Cerré los ojos y sorbí el agua. Se me encogieron las encías y en la lengua me quedó el sabor de la sangre. Al levantarme, mi mujer se puso en cuclillas, imitándome obediente, como si yo fuera un modelo experto en el modo de beber agua del manantial. No obstante, para el agua del charco yo no era más que un perfecto desconocido que había cruzado el bosque por primera vez, igual que mi mujer. (...)

El grito silencioso, 1967
Traducción de Miguel Wandenbergh

16 de septiembre de 2012

José Watanabe: Elogio del Refrenamiento

Para Issa, mi hija 

Hace algunos días, una muchacha peruana que estudia literatura en Madrid le pidió a su madre, que vive aquí en Lima, que me ubique y me pida algunos poemas para incluirlos en no se qué antología. Cuando la señora vino a mi casa a cumplir con el encargo filial, me comentó: «Qué casualidad, en mi casa tengo alojado a un paisano suyo. Es un japonés de la Universidad de Osaka que está haciendo un posgrado en la Universidad Católica». Como yo sólo le sonreí condescendiente, ella me exigió con amabilidad una mayor definición: «¿Es paisano suyo, no?», me dijo. «Alguito, señora», le respondí. 

La señora quizás sea representativa de aquellos que nos atribuyen a los nikkei un japonesismo cerrado o, en todo caso, muy vigente en nuestra cultura diaria. Pero sí, algo, o «alguito», de japonés hay en la composición de nuestra personalidad. Sin embargo, siempre me pregunto hasta qué punto esta herencia puede permitirnos hablar de una identidad de grupo. Hay ciertos elementos obvios que podrían convencernos de la existencia de esa identidad, desde nuestros rasgos físicos hasta la promocionada cocina nikkei. Nuestros rasgos, tiempo más, tiempo menos, terminarán como debe ser: disueltos en el paisaje mestizo de nuestro país. Y posiblemente la celebrada cocina, con su exotismo más, y otras prácticas similares se conviertan pronto en anécdota. ¿Qué hay de más profundo? ¿Qué herencia todavía está viva en nuestra subjetividad y determina nuestra conducta? ­ me pregunto a veces, y confieso que siempre termino confundido, como debe ser ante tamañas preguntas.


Hay ocasiones en que descubro con cierta claridad que soy descendiente de japonés. Generalmente sucede en situaciones críticas, y me sorprendo porque siento que algo profundo viene y cambia el rumbo de mis reacciones previsibles. Mi normal tendencia al desánimo, por ejemplo, se hace temple inusual. No es una petulante apelación al estereotipo de japonés imperturbable ante la adversidad; es una íntima presión que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.