16 de septiembre de 2012

José Watanabe: Elogio del Refrenamiento

Para Issa, mi hija 

Hace algunos días, una muchacha peruana que estudia literatura en Madrid le pidió a su madre, que vive aquí en Lima, que me ubique y me pida algunos poemas para incluirlos en no se qué antología. Cuando la señora vino a mi casa a cumplir con el encargo filial, me comentó: «Qué casualidad, en mi casa tengo alojado a un paisano suyo. Es un japonés de la Universidad de Osaka que está haciendo un posgrado en la Universidad Católica». Como yo sólo le sonreí condescendiente, ella me exigió con amabilidad una mayor definición: «¿Es paisano suyo, no?», me dijo. «Alguito, señora», le respondí. 

La señora quizás sea representativa de aquellos que nos atribuyen a los nikkei un japonesismo cerrado o, en todo caso, muy vigente en nuestra cultura diaria. Pero sí, algo, o «alguito», de japonés hay en la composición de nuestra personalidad. Sin embargo, siempre me pregunto hasta qué punto esta herencia puede permitirnos hablar de una identidad de grupo. Hay ciertos elementos obvios que podrían convencernos de la existencia de esa identidad, desde nuestros rasgos físicos hasta la promocionada cocina nikkei. Nuestros rasgos, tiempo más, tiempo menos, terminarán como debe ser: disueltos en el paisaje mestizo de nuestro país. Y posiblemente la celebrada cocina, con su exotismo más, y otras prácticas similares se conviertan pronto en anécdota. ¿Qué hay de más profundo? ¿Qué herencia todavía está viva en nuestra subjetividad y determina nuestra conducta? ­ me pregunto a veces, y confieso que siempre termino confundido, como debe ser ante tamañas preguntas.


Hay ocasiones en que descubro con cierta claridad que soy descendiente de japonés. Generalmente sucede en situaciones críticas, y me sorprendo porque siento que algo profundo viene y cambia el rumbo de mis reacciones previsibles. Mi normal tendencia al desánimo, por ejemplo, se hace temple inusual. No es una petulante apelación al estereotipo de japonés imperturbable ante la adversidad; es una íntima presión que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.

José Watanabe: Los versos que tarjo

LOS VERSOS QUE TARJO

Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es ésta la palabra exacta o es el amague de otra
que viene
                        no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío
sólo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.
Es como si cumpliera la amenaza de la madre
                                     sibilina
al niño que estaba descubriéndose, curioso,
                                          en su imagen:
“Tanto te miras en el espejo
que algún día terminarás por no verte”.
Los versos que irreprimiblemente tarjo
                       se llevarán siempre mi poema.

El huso de la palabra (1989)

Juan José Arreola: Cuento de horror

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Palindroma

15 de septiembre de 2012

Kenzaburo Oé: Guiado por los muertos (El grito silencioso, 1967)

GUIADO POR LOS MUERTOS

Al despertarme en la oscuridad que precede al amanecer, persigo el sentido ardiente de la «esperanza», busco a tientas los restos del sueño amargo que persisten en mi conciencia. El tanteo esperanzado de los inquietos sentimientos sigue buscando, inútilmente, el revivir de la efusión de la ardiente «esperanza» en lo más recóndito de mi cuerpo como si fuera la sensación de su existencia que deja el whisky cuando baja quemándote hasta las entrañas. Cierro dedos que han perdido las fuerzas. Y en todo mi cuerpo siento por separado los pesos de la carne y del hueso, aunque compruebo que esa sensación que me embarga se transforma en un dolor denso que va avanzando por mi conciencia con cierta desgana mientras esta se dirige hacia la luz. Con resignación, vuelvo a cargar así con un cuerpo pesado que se siente como si no tuviera continuidad, densamente dolorido por doquier. Dormía con los brazos y las piernas retorcidos, en la actitud de quien no desea saber de sí ni acordarse de su situación.
Al despertarme, siempre busco ansioso el sentimiento de la ardiente «esperanza» perdida. No es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de «esperanza» ardiente en sí. Al comprender que no me es posible encontrarla, trato de desligarme hacia la pendiente del segundo sueño. ¡Duerme, duerme, el mundo no existe! Sin embargo, esta mañana el veneno es extremadamente fuerte, lacera todo mi cuerpo, corta mi retirada hacia el sueño. El pánico pugna por brotar a borbotones. Debe de faltar una hora para que salga el sol. Hasta entonces no habrá manera de saber qué día hará. Estoy acostado en medio de la oscuridad sin comprender nada, como un feto. Antes, en ocasiones como esta, ciertas prácticas sexuales resultaban un consuelo, pero ahora, a los veintisiete años, casado, y con un hijo ingresado en un sanatorio, al pensar en masturbarme la vergüenza que me inunda marchita al instante las yemas del deseo. ¡Duerme, duerme; si no puedes hacerlo, fíngelo al menos! (...)