Para Issa, mi hija
Hace algunos días, una muchacha peruana que estudia literatura en Madrid le pidió a su madre, que vive aquí en Lima, que me ubique y me pida algunos poemas para incluirlos en no se qué antología. Cuando la señora vino a mi casa a cumplir con el encargo filial, me comentó: «Qué casualidad, en mi casa tengo alojado a un paisano suyo. Es un japonés de la Universidad de Osaka que está haciendo un posgrado en la Universidad Católica». Como yo sólo le sonreí condescendiente, ella me exigió con amabilidad una mayor definición: «¿Es paisano suyo, no?», me dijo. «Alguito, señora», le respondí.
La señora quizás sea representativa de aquellos que nos atribuyen a los nikkei un japonesismo cerrado o, en todo caso, muy vigente en nuestra cultura diaria. Pero sí, algo, o «alguito», de japonés hay en la composición de nuestra personalidad. Sin embargo, siempre me pregunto hasta qué punto esta herencia puede permitirnos hablar de una identidad de grupo. Hay ciertos elementos obvios que podrían convencernos de la existencia de esa identidad, desde nuestros rasgos físicos hasta la promocionada cocina nikkei. Nuestros rasgos, tiempo más, tiempo menos, terminarán como debe ser: disueltos en el paisaje mestizo de nuestro país. Y posiblemente la celebrada cocina, con su exotismo más, y otras prácticas similares se conviertan pronto en anécdota. ¿Qué hay de más profundo? ¿Qué herencia todavía está viva en nuestra subjetividad y determina nuestra conducta? me pregunto a veces, y confieso que siempre termino confundido, como debe ser ante tamañas preguntas.
Hay ocasiones en que descubro con cierta claridad que soy descendiente de japonés. Generalmente sucede en situaciones críticas, y me sorprendo porque siento que algo profundo viene y cambia el rumbo de mis reacciones previsibles. Mi normal tendencia al desánimo, por ejemplo, se hace temple inusual. No es una petulante apelación al estereotipo de japonés imperturbable ante la adversidad; es una íntima presión que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.