29 de agosto de 2013

Carlos Eduardo Zavaleta: La visita de Ginsberg

El autor de Los aprendices recuerda la estadía del poeta Allen Ginsberg en nuestro país. Originalmente publicado en Revista Hueso Húmero Nº 32, Lima, diciembre 1995; y recopilado en: Zavaleta, C. E. (1997). El gozo de las letras: ensayos y artículos, 1956 - 1977. Lima: PUCP. Fondo Editorial.

Allen Ginsberg

La visita de Ginsberg

Barbudo, bajo, de voz gritona y con anteojos humosos, el poeta norteamericano Allen Ginsberg llegó a Lima a mediados de 1960 y despertó algún interés en los círculos intelectuales de la capital, primero, y luego del país.

En su corta visita hizo fácilmente amigos debido a su aire abierto y campechano, a sus costumbres libres y a su afán de mezclarse con el pueblo. Le gustaba recitar sus poemas y los de sus compañeros de la generación "beat" Jack Kerouac, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Gary Snyder o Philip Whalen, quienes desde 1956 habían publicado sus primeros textos en la revista Evergreen, sobre todo en el número especial "San Francisco Scene". Pasar de la conversación a la poesía era casi normal en él, ya estuviéramos en el bar o en una casa familia. Algo había de sincero y de patético (en el sentido griego y castellano) en ese cuerpo frágil, vivaz y eléctrico, que se animaba rápidamente por los versos, el alcohol o la amistad.

Le fascinaban los mercados viejos y decía que al menos una vez al día desayunaba o almorzaba en ellos (le escaseaba el dinero). Además, contaba su admiración por su amigo novelista William Burroughs (autor de Almuerzo desnudo), quien había visitado medio mundo trabajando en toda clase de barcos, como antaño lo hiciera Herman Melville. Ginsberg también empezaba a viajar con muchas esperanzas de conocer países y reunir sus impresiones en un nuevo libro, pues apenas tenía Aullido para enseñarnos. Poco a poco, su extrema sinceridad y su vocabulario libérrimo envolvían a sus oyentes en algo así como una confesión no solicitada por nadie. Exageraba como todo artista y parecía haber vivido en un infierno y que se estuviera desahogando. Y cuando pasaba a recitar su libro, no sentía que él golpeaba físicamente a sus maestros y amigos ("las mejores mentes de mi generación"), que condenaba y golpeaba con valentía a su país, y que golpeaba a su propia madre y a su familia al leer "Kadissh".

En pocos días se hizo amigo de colegas escritores y poetas, y con ellos era invitado a las reuniones cotidianas. La agregada cultural norteamericana, por entonces la bella Marcia Koth, nos invitó a su departamento donde él fue la novedad. Todos sentado en la alfombra, le oímos de nuevo leer, recitar, exclamar, jadear, vivir su propio pasado y sus sueños para él y su país. Por la voz tonante y el entusiasmo parecía un discípulo de Walt Withman, por encima de sus temas trágicos.

Pronto obtuvo lo que ningún poeta peruano había merecido: una entrevista más o menos formal con Martín Adán, o que al menos empezó con formalidad y acabó en lo normal, con tragos y abrazos.

Cuando mi mujer y yo lo invitamos a almorzar, soltó alguna frase sobre su nostalgia de hamburguesas y su habilidad para prepararlas. Entonces mi mujer lo dejó dueño de la cocina. Ese mediodía ella y yo no comimos las pelotas de tenis requemadas por la poesía de Ginsberg.

Al ofrecer su único recital en la cálida y diminuta sala del Instituto de Arte Contemporáneo (IAC), fundado en la calle Ocoña por Francisco Moncloa y Sebastián Salzar Bondy, yo, que jamás había traducido "simultáneamente" a un orador, acepté su encargo de traducir su charla, pero renuncié casi en seguida porque se puso a dar ejemplos de cesuras y acentos métricos en el verso, y todavía en su inglés ya deformado por el entusiasmo. Como fuese, el público nos perdonó, y cosa curiosa, entendió perfectamente el spanglish forzado y acezante de Ginsberg.

Su entusiasmo fue tan contagioso que pronto empezaríamos José Miguel Oviedo y yo a traducir "Moloch", fragmento de Aullido, y el poema "América". Por mi lado, traduje también "Kaddish" y una "Canción". El primer texto está publicado en el Suplemento Dominical de El Comercio, de 15 de mayo de 1960; y los dos últimos en el Boletín Cultural Peruano de abril-junio de 1960. No tengo a la mano copia de "América".

Luego se marchó a la selva con un cuaderno negro que llenaría de notas en una letra enredada y agresiva, antes, durante y después de beber ayahuasca para experimentar sus efectos. Desde allá me envío dos botellas de la pócima, una de las cuales debería yo entregar a Marcia Koth. Mi mujer arrojó el líquido blanquecino por el lavadero, y la otra botella llegó hasta manos del portero de la embajada norteamericana. Lo que sucedió después lo ignoré siempre.

A su vuelta, vi el cuaderno negro con infinitas notas enredadas y dibujos humanoides, por decir algo. Entre ellos él dijo que estaba el borrador de un poema dedicado a Martín Adán.

Ginsberg es uno de los pocos escritores de lengua inglesa que, en plena época de formación y de su primer libro, pasó por el Perú para conocer nuestra cultura, paisajes y hombres.

Su viaje se inscribe dentro de una serie de otros periplos de espíritus abiertos que llegaron a Lima. Atrás, a mediados del siglo XIX, queda el viaje excepcional del marino y escritor Herman Melville, a quien le disgustaron el cielo limeño y la burguesía, pero que entendió algunos de sus modos y costumbres, pues en varias novelas suyas aparecen Lima y El Callao, y sus marineros, damas, hidalgos y rufianes. En nuestro siglo, he leído sobre el sonado viaje de Waldo Frank y la cálida recepción que mereció en la década de los 30s.

Lástima que en el Congreso de Peruanistas de 1951, tan concurrido, sólo participaran el filósofos Ayer y un grupo de antropólogos y arqueólogos norteamericanos. Más adelante llegó el más famoso de todos, el historiador Arnold Toynbee, y cumplió un nutrido programa de charlas eruditas y contactos personales. En 1954 arribó William Faulkner, con el prestigio del Premio Nóbel y su hermetismo que se disipaba con las horas y los tragos. Le fue tan bien en Lima que, una vez llegado a Río de Janeiro, apenas pudo cumplir con el compromiso literario que lo había llevado. Casi en seguido vino el otro barbudo y corpulento Ernest Hemingway, con su irrefrenable caña de pescar, quien se quedó en Cabo Blanco, sin pasar a Lima. Más le importaron los peces que los intelectuales peruanos. A su turno, llegó Aldous Huxley, cegato, flaco, desaliñado, también algo hermético, a quien salvé de caerse en un buzón de la acerca mientras conversaba sobre el mal uso que hacía Alberto Moravia del influjo de Flaubert. Por los años 60s., llegó el injustamente poco alabado John Dos Passos, a quien le sirvió de cicerone nada menos que Ciro Alegría. Y en fin, por la década de los 80, dimos la bienvenida al novelista E. L. Doctorow, cargado de súbita fama, quien ofreció una charla sobre el arte de novelar, en medio del frío del antiguo comedor de la casona de Riva-Agüero, donde las puertas se quedaron abiertas esperando más invitados.

Al partir, Allen Ginsberg me obsequió un ejemplar de Howl con dibujitos dentro de la O y una dedicatoria en que recuerda la traducción peruana de "Kaddish" y un diálogo que mantuvimos sobre cómo traducir la poesía de James Joyce.

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